La cuestión sobre si es posible o incluso deseable fijar precios máximos al alquiler de vivienda es, probablemente, una de las que más está polarizando el debate político. Independientemente de su éxito, merece la pena analizar sucintamente los distintos modelos que se han tratado de aplicar, sus puntos fuertes y débiles, y su viabilidad jurídica.
Antes de que los miembros del búnker neoliberal salgan a decir que esto es una aberración y que atenta contra la sacrosanta propiedad privada, no estaría de más recordarles que la intervención del mercado y la fijación de precios máximos, sin ser habitual, sí que tiene una cierta tradición en nuestro país.
Entendiendo siempre que se trata de una medida transitoria y excepcional, el grave desequilibrio actual entre salarios y precios de la vivienda debería ser motivo suficiente como para justificar una intervención inmediata y urgente en el mercado por parte de los poderes públicos, estableciendo precios máximos al alquiler, máxime cuando además se están viviendo las consecuencias negativas de la guerra de Ucrania y una inflación que ha erosionado aún más el poder adquisitivo de las familias. De todo el arsenal de medidas innovadoras en materia de vivienda, ésta es probablemente la única propuesta con efectos generalizados a corto plazo.
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