Últimamente se está hablando mucho —y creo que es bueno que sea así— de la construcción industrializada. Como en todo tema que se pone de moda, hay algo de información, alguna especulación y, sobre todo, mucha opinión. Se habla de construcción industrializada cuando, en realidad, sería más adecuado hablar de industrialización de la construcción. El PERTE impulsado por el Gobierno de España, con una inversión pública de 1.300 millones, ha ayudado sin duda a visibilizar esta propuesta, que tiene defensores entusiastas y detractores acérrimos.
Las soluciones que propone la industrialización son muy variadas en naturaleza, aplicación, costes y prestaciones, con distintos niveles de complejidad que condicionan también su uso y destino: desde viviendas modulares completas, en las que no hay que hacer mucho más que adecuar el solar y conectarlas a los distintos suministros, hasta soluciones a más pequeña escala, como los módulos tridimensionales y los paneles bidimensionales que permiten la edificación prácticamente como si se tratara de un juego de construcción, ensamblándose como piezas de Lego, pasando por soluciones a una escala incluso menor, que resuelven algunas cuestiones edificativas concretas.
El elemento común a todas ellas es que parte del trabajo que se realiza en el lugar de construcción se traslada, en las soluciones industrializadas, a una planta productiva industrial. El tema, al final, es de escala, ya que ciertamente un bloque de hormigón también es un producto industrial, pero con una integración mínima. La idea subyacente es que se puede acelerar mucho el tiempo de construcción si en lugar de partir de unas piezas tan pequeñas como un ladrillo se puede pasar a instalar elementos con un nivel de integración mayor, más complejo.
¿Hace falta este impulso a la industrialización? Estoy convencido de que sí por distintos motivos. El principal es obvio: por más que haya quien insista en que es la disponibilidad del suelo lo que más condiciona la construcción, la realidad es que es la disponibilidad de mano de obra cualificada la que impide que, a día de hoy, la construcción recupere el peso histórico que llegó a tener en la economía, medido como contribución al Producto Interior Bruto.
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