Érase una vez, hace poco más de una década, un país que iba bien. Un país que iba muy bien. Tan bien iba todo en ese país que cualquiera, independientemente de su trabajo, sus rentas y sus ahorros, podía comprarse una vivienda y, además, amueblarla a la última y cambiar de coche.
En ese país de ensueño, a nadie le faltaba de nada: bastaba con elegir una casa, ir a ver a unos señores muy amables y firmar unos papeles, y todo cambiaba para bien: nueva vivienda, dinero en el bolsillo y a gozar de la vida. Así de fácil. A nadie le faltaba el trabajo y todo el mundo vivía feliz. A estos señores tan amables que convertían firmas en sueños les iba todavía mejor y por eso podían comprarse casas todavía más grandes y tener más dinero en el bolsillo.
Pero un buen día llegó a aquel país maravilloso una bruja malvada que venía de muy lejos y que, con sus poderes maléficos, transformó a esos señores tan amables que recogían firmas en unos ogros que les quitaron las casas y las teles a los hasta entonces felices habitantes. Y los príncipes magnánimos que gobernaban en aquel país también acabaron arrodillados a los pies de esa bruja, convertidos en unos seres avaros y sin piedad.
Y colorín, colorado, este cuento solo había empezado.
Disculpad el formato de cuento, pero es que precisamente la crisis económica se debió a que todos creímos vivir en un cuento de hadas. Así nos lo contaron. Y así lo vivimos, siempre “por encima de nuestras posibilidades”.
La crisis financiera de las hipotecas subprime, que se convirtió en una crisis económica de escala global, golpeó con especial fuerza el “milagro económico” español. Aún a día de hoy no es posible determinar con certeza cuantas familias perdieron su vivienda, todos sus ahorros y, pese a ello, además siguieron arrastrando unas deudas bancarias inasumibles. El rango de cifras que se manejan es amplio, dado que no es sencillo determinar cuántas ejecuciones hipotecarias de vivienda habitual se practicaron desde 2009 en adelante. Solo entre 2009 y 2012 se realizaron más de 230.000 ejecuciones hipotecarias. Los costes, no ya en términos económicos, sino de sufrimiento humano, fueron y son aún hoy incalculables.
El sector bancario absorbió todos esos activos, súbitamente tóxicos por tener un precio de mercado inferior al de los préstamos que garantizaban, después de ser dadivosos hasta el disparate con los compradores originales, formalizando hipotecas sin ningún tipo de cautela o control, como se demostraría más tarde. Los poderes públicos decidieron rescatar a las entidades para evitar su caída, imponiéndose después de una necesidad de reestructurar del sector. Esta reestructuración no se ha completado aún.
La factura de este rescate ha consumido hasta la fecha más de 64.000 millones de euros, de los que se han recuperado hasta el momento apenas 6.000 millones, menos de un 10%, y se da por seguro que 43.000 millones no se podrán recuperar jamás.
En paralelo, buena parte de las propiedades ejecutadas se han vendido a precios de saldo a fondos de inversión de capital internacional, que han optado en muchos casos por mantenerlos vacíos y, en otros, por revenderlos directamente a otras empresas con un cuantioso margen de beneficio, o multiplicar el precio a sus inquilinos si estas viviendas estaban alquiladas.
Por lo tanto, y sin querer hacer un análisis pormenorizado de un fenómeno que ha sido largo y complejo, sí que parece claro que las familias han tenido la peor parte del trato, al perderlo todo y quedar arruinadas o endeudadas, mientras que las entidades financieras han sobrevivido gracias a que no han tenido que devolver los importes elevadísimos que recibieron.
Como consecuencia de lo anterior, además, se han producido cambios importantes en la estructura de la propiedad de las viviendas en nuestro país. De forma previa a la crisis, la propiedad estaba más distribuida entre muchos pequeños propietarios. A partir de estas ejecuciones masivas, un porcentaje cada vez más elevado de viviendas pertenecen a empresas que concentran un volumen importantísimo de propiedades. Esto les da una mayor capacidad de afectar a los precios, tanto de venta como de alquiler, dado que pueden decidir no alquilar o no vender y, por lo tanto, mantener de forma artificial una oferta limitada, lo que dispara su valor.
Ante todo lo anterior, que son hechos probados y demostrados, ¿qué debemos hacer como sociedad? Estoy convencido de que la actuación del sector financiero no ha sido ética: se enriquecieron primero dando préstamos a quien no podía asumirlos, siendo plenamente conscientes de ello, y se han lucrado después, de una forma u otra, de las consecuencias de las ejecuciones hipotecarias a las familias y el parque de propiedades del que disponen gracias a ello.
Por lo tanto, es nuestra obligación como sociedad encontrar algún mecanismo para resarcirnos de esta mala praxis y hacer que estas entidades, hasta el momento impunes, asuman alguna responsabilidad por sus actuaciones, además de impedir que continúen comportándose de una forma irresponsable hacia la misma ciudadanía que tuvo que pagar por su rescate.
El pago de la factura bancaria y el parón económico que supuso la crisis resultante, además, fueron acompañados de un recorte como nunca se vio del Estado social del bienestar, con la justificación de no ampliar la deuda pública. La política de contener hasta el extremo el gasto público, conocida popularmente como austericidio, repercutió todavía más en las familias en el momento más difícil, con una cifra de paro que se multiplicó por tres entre 2007 y 2012, superando los 6 millones de desempleados.
Corresponde a los poderes públicos enfrentarse a estas cuestiones, y a los ciudadanos decidir, a través de su voto, de parte de quién quieren ponerse y si les parece oportuno exigir algún tipo de responsabilidad a la industria financiera por este desastre que produjo su codicia. Insistir en que la crisis económica fue provocada exclusivamente por una crisis financiera. El mercado, como queda claro en nuestro pasado más reciente, no pudo ni puede resolver por sí mismo todos los problemas.
Como economista, tengo claro que la existencia de un sistema financiero es necesario para garantizar la eficiencia económica de las sociedades, colaborando con su progreso. Pero dicho sistema debe regularse y supervisarse de una forma independiente, exigir responsabilidades cuando corresponda y, en el caso de que reciban ayudas públicas, no únicamente reclamar su devolución íntegra, sino además, demandar que las plusvalías generadas se compartan con el conjunto de la sociedad. Y que quede claro que esto no se consigue imponiendo la tasa Tobin, que no sería más que un gasto que los bancos repercutirían directamente a sus clientes añadiéndole un margen de beneficio.
De esto mismo han hablado desde hace varios siglos muchas personas. Entre ellos, políticos a los que no se puede acusar de progresistas:
“I believe that banking institutions are more dangerous to our liberties than standing armies. Already they have raised up a monied aristocracy that has set the government at defiance. The issuing power (of money) should be taken away from the banks and restored to the people to whom it properly belongs.” – Thomas Jefferson
“Banks have done more injury to the religion, morality, tranquility, prosperity, and even wealth of the nation than they can have done or ever will do good.” – John Adams
El capital solo se representa a sí mismo. Corresponde a las democracias establecer los mecanismos de control oportunos y efectivos para que el bien común se proteja por encima de los intereses particulares de los poderosos. ¿Tan descabellado es pedir algo así?
Publicado originalmente en Algunas líneas sueltas el 7 de marzo de 2021.
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